De suegras y yernos

 


Se dice, se comenta y se comprueba que, por lo general, las suegras no quieren a sus yernos. Por lo general, digo, porque hay excepciones. Excepciones muy gratas y queridas. De resto, pare de contar. Las suegras, en boca de yernos y de nueras, constituyen la peor de las especies que Dios hizo cuando la creación.

Por eso dice un dicho que “Feliz Adán que no tuvo suegra”. Son muchos los refranes que se han acuñado a costillas de ese ser, cuyo único pecado consistió en darle un hijo o una hija a un extraño: “Mi suegra puede comulgar desde el atrio de la iglesia”. “Más caliente que lengua de suegra”. “Que vivan las suegras, pero bien lejos”. “Que la entierren bocabajo”. Y muchos más. El etcétera es bien largo…

Pues bien, aunque a muchos les pese la cobarde envidia, aunque se rasquen la cabeza como uno se la rasca cuando escucha las propuestas del presidente Petro, las suegras también tienen su día. Su santa patrona. Y no es mamadera de gallo, como verán.

La cosa se remonta a Nazareth, donde a una niña de quince años, la más hermosa de la comarca, le montó la perseguidera un carpintero de nombre José. La princesa se llamaba María y la mamá, doña Ana. A María no le cayó mal el tipo, no tenía plata y estaba pasadito de años, era cierto, pero era muy decente, bien hablado, tenía su trabajito, y nunca faltaba los sábados al culto en la sinagoga.

-Pero tienes que habértela con mi mamá -le dijo María, la tarde aquella en que el hombre le propuso “que tuvieran algo”.

Ni corto, ni perezoso, el carpintero se alistó un día, se puso la muda de dominguiar, y se le midió a la fiera. Digo mal, a la suegra.

-Doña Ana, es que yo venía… -comenzó tartamudeando José, como empezaban el otro día todos los yernos cuando “pedían la entrada a la casa” de la muchacha. Eso era el otro día, porque ahora no piden permiso, y cuando los papás se dan cuenta, el muchacho ya está acomodado en la cama de la niña. O al revés. Ahora hay muchachas que se les meten a la cama a los muchachos.

Doña Ana trató con la mayor decencia a José, le brindó agua cuando vio que el pobre tenía la camisa empapada de sudor, pero con muy buenas palabras le dio una noticia desalentadora: “Mire, señor, la niña ya tiene varios pretendientes. Y esto lo decide la varita”. Se refería a la varita que, por consejo del sumo sacerdote, Joaquín, el padre de María, les daba a quienes se acercaban a la jovencita con fines serios de casorio. “A quien le florezca la varita”, ese será el elegido por Dios para que sea el marido de María”.

Para que vean que no es mentira (ni me llamen garlón, como hacen unos primos), miren una estampita o una imagen de san José, y allí verán que en un brazo tiene al bebé y en la mano, la varita florecida”.

Cuando en Nazareth se regó la noticia de que el afortunado había sido José, todo el mundo se alegró, menos los perdedores, a quienes el lirio les quedó marchito. Y José se los echó encima. Menos mal que en esa época no había “gestores de paz”, y todo quedó en calma.


Esa señora, Ana, fue tan buena suegra, que la Iglesia la canonizó, y desde entonces es la santa patrona de las suegras. Ayer fue el día de santa Ana. Felicitaciones a todas las suegras.

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