Los pueblos de Antioquia arrasados por la violencia que aún esperan el retorno de su gente. El caso de Granada ejemplifica cómo la violencia arrasó con generaciones y provocó una diáspora que jamás retornó

 Los pueblos de Antioquia arrasados por la violencia que aún esperan el retorno de su gente

El caso de Granada ejemplifica cómo la violencia arrasó con generaciones y provocó una diáspora que jamás retornó.

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Casa derruida, abandonada, en zona rural de Granada. Foto: Carlos Velásquez.

Pese a los esfuerzos hechos para el retorno, este no ha sido masivo. Foto: Carlos Velásquez.

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Estas casas abandonadas son comunes en las zonas rurales de Granada y San Carlos. Foto: Carlos Velásquez.

San Carlos perdió el 34% de su población y no la ha recuperado. Foto: Juan Antonio Sánchez.

Casa derruida, abandonada, en zona rural de Granada. Foto: Carlos Velásquez.

Pese a los esfuerzos hechos para el retorno, este no ha sido masivo. Foto: Carlos Velásquez.

Estas casas abandonadas son comunes en las zonas rurales de Granada y San Carlos. Foto: Carlos Velásquez.

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San Carlos perdió el 34% de su población y no la ha recuperado. Foto: Juan Antonio Sánchez.

El padre Nelson llegó a Granada hace un año; le gusta caminar por el pueblo, hablar con la gente, saludar a los fieles. Su última parroquia había sido Marinilla, un municipio grande, en ebullición, que contrasta con la quietud granadina. ¿No se ha aburrido acá, padre? Responde que no, porque hay trabajo, y se encoge de hombros. Eso sí, ha escuchado muchos relatos de los tiempos de esplendor, cuando las chivas llegaban cargadas y las veredas ofrecían una “despensa para el Oriente”.

Pero esos tiempos pasaron, padre, y la vida, después de los desafueros de la violencia, se ralentizó. Granada vivió sus mejores días antes de los 90. Según el Dane, la población del municipio era de 18.494 personas en 1993, y se redujo a 9.789 en 2005, es decir, 47,1% menos.

Después de 2002, cuando la violencia disminuyó, se planeó el retorno de la población que había huido a las ciudades. Pero han pasado 20 años y ese retorno ha sido vago. En un café, un hombre del pueblo dice que vive en una vereda donde 80 familias se desplazaron por la violencia. De ellas, solo cuatro volvieron a sus casas.

—La vereda está llena de casas destruidas, que ahora son monte. Aunque no hay violencia, la mayoría de la gente no volvió.

Este año, según las proyecciones de la Gobernación, Granada tiene 10.226 habitantes y la tendencia es a mantenerse y bajar levemente. En las veredas quedan rastros de los que se fueron: casas caídas, con paredes recubiertas por la pátina de los años y el olvido.

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Algunos de los que se fueron y volvieron, pese al empeño, no pudieron recuperar lo que dejaron. Jesús Giraldo era un ganadero próspero al que la guerrilla le robó 80 cabezas de ganado, dejándolo en la quiebra. Eso sucedió a comienzos de los 2000. Se fue del pueblo para que no lo mataran, pero volvió a la finca, el sustento de su vida. Aunque la ausencia no fue larga, la encontró cubierta de vegetación, inservible.

—Esta es la hora, 20 años después, que no he podido recuperar ni el 30 por ciento de la finca. El resto quedó en selva. No hay gente para trabajar, no hay nada.

Jesús, como la mayoría en Granada, habla con un estoicismo auténtico. Dice que cuando cayó en desgracia y le robaron el ganado, no quiso hacer un drama y prefirió que la gente no se diera cuenta del mal rato que estaba pasando. Finalmente, él era solo una víctima más de un pueblo que vivía, por culpa de unos hombres armados, los momentos más aciagos de su historia.

El comercio en el pueblo ha tenido un leve resplandor en los últimos años, especialmente los fines de semana. Frente a la iglesia hay un negocio especializado en la venta de buñuelos santuarianos, suaves y achatados. Lo atiende una mujer venida de otra región del país.

—En la pandemia me quedé sin trabajo y no tenía oportunidades. Entonces me dijeron que por estos lados era posible conseguir algo y me vine para acá.

Estas casas abandonadas son comunes en las zonas rurales de Granada y San Carlos. Foto: Carlos Velásquez.

El caso ilustra otra realidad. Ante la ausencia de muchos granadinos, en los últimos años han llegado personas de Venezuela y de otras regiones en búsqueda de oportunidades. Como hay poca gente para atender las tiendas y arar la tierra, en Granada han encontrado una oportunidad de empleo.

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42124977_42124977_20230408144820.jpgLa diáspora fue paulatina. El pueblo vivía su esplendor en los años 80. Fundado en 1807 en un plan sobre los 2.050 metros sobre el nivel del mar, ofrecía una vida apacible, endulzada con las noches en las tabernas, refrescada por el viento que sube del valle del Magdalena. La tranquilidad comenzó a trastocarse con los rumores de que en las veredas andaban hombres armados, guerrilleros. Eso no era una novedad absoluta, pero la presencia más incisiva sí era una alerta.

Los primeros en llegar fueron los elenos, venidos desde el Magdalena Medio. Desde San Luis, esos guerrilleros conformaron el frente Carlos Alirio Buitrago. Unos años después, en 1987, las Farc hicieron presencia con una sola intención: arrebatarles el territorio a los elenos. En 1988 ocurrió la primera incursión en el pueblo, ya no solo se ensañaban y se daban plomo en las veredas, sino que se tomaban las calles principales para sembrar el horror.

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Los primeros, más precavidos, comenzaron a irse del pueblo. Medellín, Bogotá, Barranquilla, el destino estaba signado por las posibilidades, por la presencia de algún familiar que ya hubiera emigrado.

A cuadra y media de la iglesia, cerca a las cooperativas, está la farmacia de Darío Aristizábal, sobreviviente de la barbarie. Hoy regenta un negocio muy bien puesto, surtido, y goza del aprecio de sus paisanos. Cada tanto, a su memoria vuelven los episodios más cruentos de la guerra, como la toma guerrillera del 6 y 7 de diciembre de 2000. No es un tema que se aborde en la cotidianidad, pero aflora con facilidad ante la curiosidad de algún forastero.

A Darío lo asalta una pregunta cada tanto: ¿qué habría pasado si, como tantos, me hubiera ido del pueblo? ¿Tendría una mejor vida hoy? ¿O quizá me habría ido peor? Darío tiene una voz sosegada y una buena dicción. Recuerda.

—En los 80 venían los guerrilleros y pedían plata en el Banco Agrario, pero no era tan violento. Fue en los 90 cuando comenzaron las pescas milagrosas y las tomas de los pueblos —Darío hace una pausa para atender a un cliente, continúa: —empezamos a asustarnos cuando vimos la toma de Nariño y pensamos que acá podía pasar lo mismo. Entonces la gente comenzó a irse.

La situación se complicó de verdad con la entrada en escena de los paramilitares, en 1997. A Granada llegaron los bloques Metro de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (Accu), y Héroes de Granada, un apéndice del Bloque Cacique Nutibara. Entonces comenzó la confrontación entre guerrilleros y paramilitares, con la población inerme, en la mitad de los fusiles de los dos bandos.

—Ellos compensaban. Lo que hacían unos, hacían los otros. Escuché a los policías diciendo que se venía una toma y así fue.

Previendo eso, Darío trasladó su farmacia, que estaba junto a la estación de Policía. Si la dejaba ahí, sabía que podía llevarse la peor parte. Y así habría sido, porque el carrobomba con 400 kilos de explosivos detonó el día en que justo se llevó la última caja de mercancía al nuevo negocio.

Pero han pasado 22 años. Darío reconoce que los primeros años después de la guerra fueron los más difíciles, con el pueblo casi convertido en territorio fantasma. En 2004, el Gobierno Nacional, junto al departamento y las cooperativas granadinas comenzaron a planear el retorno de la población. Ese año se celebró la primera edición de las Fiestas del Retorno.

Pese al esfuerzo, el retorno masivo de la población nunca fue posible. Gloria Quintero, del Salón de la Memoria de Granada, cuenta que muchos encontraron mejores oportunidades en Medellín u otras ciudades. Algunos quedaron con estrés postraumático y dicen que no vuelven siquiera de paseo.

—Los hijos de una amiga, por ejemplo—dice Gloria—, no vuelven por el dolor que les genera estar aquí. Ni siquiera para un fin de semana son capaces de venir.

Casa derruida, abandonada, en zona rural de Granada. Foto: Carlos Velásquez.

La diáspora granadina se puede medir con las cifras de la cooperativa Coogranada, que tiene como fin la atención, ayuda social y financiera a los habitantes del pueblo. Hoy son 6.000 los afiliados que viven en Granada y casi 90.000 los que están por fuera. Si Coogranada no abre sedes en las ciudades después de la guerra, si no se va a buscar a los que habían partido, hoy seguramente no existiría.

El caso de Granada es excepcional, pero no es el único. Otro municipio, muy cercano y colindante, padeció los mismos horrores. San Carlos perdió el 34% de su población entre 1993 y 2005. Como Granada, no ha podido revertir esa situación. El pueblo llegó a tener 29.000 habitantes y hoy tiene 16.000.

En las veredas quedan reminiscencias que dan tristeza. Casas derruidas, sin techo, que algún día albergaron a familias, hoy están corroídas por el moho, desmoronándose. Algunos han vuelto de las ciudades con la esperanza de levantar sus casas de nuevo en estos tiempos de relativa paz, pero se han encontrado con la imposibilidad de revertir los daños.

En la lista entra Caramanta, en el Suroeste. Según las proyecciones de Gobernación de Antioquia, ese pueblo ha disminuido su población en un 18%. Es uno de los municipios del departamento con menor población, apenas superando las 5.000 personas, según el Dane. La película La Roya, de 2021, explora la realidad del campo antioqueño, en particular de la zona cafetera, donde la gente joven no ve como una opción trabajar la tierra. La Roya enfrenta a un muchacho que, contrario a sus compañeros, ha decidido quedarse para labrar su camino en las montañas, una decisión cada vez más escasa.

Los retornos masivos no han sido posibles, y tal vez nunca sucedan. Los cultivos multicolores, las cantinas alegres, las cafeterías repletas de comensales, algún día serán lo que fueron. O tal vez no.

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