Foto: Gustavo Gómez Ardila
Dicen que cada torero torea con su
cuadrilla, y, por decisión de los nuevos dueños de este periódico, yo ya no
seré más de la cuadrilla de columnistas. Ésta será, pues, mi última columna en
el periódico que, generosamente, me albergó durante más de treinta años.
Aprendí
de mi mamá que debemos ser bien educados: saludar al entrar, despedirse al
salir, y darle las gracias a quien nos ha hecho algún bien. Y ese es el motivo
de esta columna. Primero, despedirme de los lectores que me han soportado en
una esquina de la página editorial, dos veces por semana. Y segundo, agradecer
a La Opinión que, desde tiempos del director Eustorgio Colmenares Baptista,
aceptó mis columnas.
En
mi libro Se acabaron las vírgenes, relato cómo fue mi llegada a este periódico:
“Un día cualquiera de cualquier mes de 1987, llegué a La Opinión con una
cuartilla medio mamadorcita de gallo. (En ella me refería a las calles de
Cúcuta llenas de huecos, y le pedía al alcalde que no los fuera a tapar. Las
relaciones con Venezuela estaban en un momento crítico y yo le decía al
burgomaestre que dejara los huecos y cráteres pues podrían servirnos de
trincheras y escondrijos en caso de que su ejército nos invadiera).
Después
de leerla, el doctor Eustorgio Colmenares B, con una sonrisa de aprobación,
pronunció una de sus más célebres y enternecedoras palabras: “Quédese”. Me
quedé hasta las doce, y al verme de nuevo en la recepción, conmovido por la
hora y por mi silencio mudo, pronunció la segunda palabra, aún más célebre y
aún más enternecedora: ¡Contratado!”
Desde
entonces, hice parte de la plantilla de redactores del periódico, no sólo por
la columna, sino por los Monólogos que escribía para la revista Fin de Semana,
que dirigía Mary Stáper. Fui coordinador de la página para niños La Opinión
infantil, delegado del periódico en el programa Prensa-escuela y durante diez
años fungí como corrector de estilo. Y siempre con mi columna, con algo de
chispa y buen humor.
Dicen que todas las despedidas son
tristes. No es éste mi caso. Me voy con la satisfacción del deber cumplido y la
alegría de haber hecho sonreír a quienes me leían. Era muy satisfactorio
recibir saludos y reconocimientos y frases como: “Todos los días desayuno con
usted”, “Que Dios le guarde esa pluma”, “Yo tengo recopiladas todas sus
columnas”.
No
todo, sin embargo, fue color de rosa. Alguna vez, para una celebración del Día
del maestro, escribí que hoy era muy fácil ser maestro. Lo difícil era ser
alumno. Los maestros podían llegar tarde, a los maestros no les ponían tareas,
a los maestros no los castigaban. Entonces una profesora, que no se identificó,
me escribió: “¡No sea hijueputa! ¿Es que usted no tuvo maestros? ¿Lo que
medianamente sabe lo aprendió por iluminación del Espíritu Santo?”. Y seguía
metiéndose con mi mamá. Me llené de santa ira y fui donde el director
Colmenares Baptista a decirle que le iba a contestar a la tal profe con sus
mismas palabras, vieja amargada, hijuetantas, etc., El doctor me dio un vaso de
agua, me dijo cálmese y en seguida me enseñó: “Usted no se rebaje al
estiercolero donde abundan otros. Usted está por lo alto. No se deje provocar.
Ignórela”. Le seguí el consejo y cuando alguno quiere buscarme camorra por lo
que escribo, lo dejo solo. Para pelear se necesitan dos.
Hoy
me despido, pues, con alegría, deseándole buena suerte a La Opinión,y
prometiéndoles a mis lectores que, por redes, continuaré con mi columna Anverso
y Reverso. Chao, amigos. Hasta luego.
Por: gusgomar@hotmail.com
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