La enorme desigualdad y exclusión existente en el mundo, fundamento de la pobreza e injusticia reinante, se origina en mercados globalizados que desbordan sus ámbitos nacionales originales, como consecuencia del afán de los inversionistas de los países centrales, por localizar sus capitales allí donde sean más rentables, el mayor desarrollo del entorno productivo, más estabilidad en las reglas y normas y un más fácil acceso a los recursos o factores productivos - trabajo, materias primas y energía- ,abundantes en la periferia de la economía mundial.
Capturados los mercados y economías nacionales por la globalización, las economías periféricas sufren sus efectos en términos de desempleo y aumento de la marginalidad (“el rebusque”). Este contraste entre la opulencia de unos pocos países y la miseria o ínfimo desarrollo de los más pobres, unido a las guerras y violencia que esa situación alimenta y los crecientes impactos en el cambio climático resultado principalmente del desarrollo y demandas de los centros ricos, impulsa de manera creciente la migración de los pobres hacia donde la riqueza se acumula exponencialmente.
Del lado americano, ya no es el océano sino un río el que separa la opulencia norteamericana de una pobreza que se extiende hacia el sur por el continente, con su añadido caribeño. El paso del Tapón del Darién, los marchantes por Centro América, el amontonamiento humano en la frontera mejicana son los escenarios dramáticos donde se hace visible esta búsqueda por salir de la pobreza, de amenazas a la vida y de exclusión.
Son personas víctimas de la desaparición de las fronteras económicas y del incremento de los intercambios comerciales y financieros entre países cuyos linderos se diluyen, integrándose sus territorios donde circulan libremente bienes y servicios, capitales y empresas, conocimiento y tecnología. Circulación libre de todo salvo de las personas y su capacidad de trabajar, de ganarse dignamente la vida y de aportar como productores y consumidores a esa economía sin límites, de la cual está excluida. Las mueve la fuerza de la necesidad, de subsistir, de soñar en un futuro mejor o al menos diferente al que les ofrece su triste y cerrado presente. Con su aventura expresan que no renuncian a una mejor vida a la cual como personas, tienen derecho; que en sus países desapareció la posibilidad de tener ese sueño, países donde los sueños murieron.
Mientras subsista y se profundice la brecha entre el desarrollo y la opulencia de los unos y la pobreza y carencia de tantos, no habrá muros ni represión que contenga los flujos migratorios de los excluidos. Solo el desarrollo de los países expulsores de esas poblaciones, no con simples acciones humanitarias, paliativos que nada solucionan, permitirá que millones no tengan que salir de ellos huyendo de un futuro sin esperanza; desarrollo que les permita construirlo en sus países, entre los suyos y con los suyos.
Ya es hora de que los ideales que dieron origen al sistema internacional después de la Segunda Guerra Mundial con el sistema de Naciones Unidas y el Banco Mundial de impulsar el desarrollo económico de las excolonias y de América Latina y el Caribe, para evitar en ese momento que fueran atraídas a la órbita soviética, en plena “guerra fría” en un mundo bipolar entre la Rusia socialista y los Estados Unidos, el socialismo real y el mundo capitalista y liberal. Urge retomar propósitos de entonces que conservan su validez, entre el mundo de la prosperidad, la riqueza y las posibilidades, y el de los millones excluidos, pobres cuando no dramáticamente hambrientos, despojados de sus posibilidades de futuro, abandonados a su suerte con la única esperanza de recibir las migajas que caen de la mesa del rico Epulón. La tarea impostergable en este mundo resquebrajado y vulnerable es nivelar la cancha para garantizar un equilibrio básico en la generación y distribución de una riqueza sin la cual ni la vida social ni la natural tienen asegurado su futuro. Es cuestión de equidad y de justicia, pero también de simple supervivencia.
Por: Juan Manuel Ospina
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